Correspondencia Mortal

5: Entrega especial

El olor a cobre de la sangre se mezclaba con el polvo del ático. Marcos gateaba hacia la escalera, su camisa postal ahora pegajosa y oscura. Detrás, los pasos lentos de Elvira resonaban como un metrónomo. "Los Montes nunca olvidamos", canturreaba.

En un último esfuerzo, Marcos se lanzó hacia un viejo escritorio, derribando velas que proyectaron sombras danzantes. Entre los escombros, su mano encontró algo frío y metálico: el abrecartas de marfil de Elvira.

El forcejeo fue silencioso pero feroz. Cuando terminó, Marcos yacía jadeante junto al cuerpo inmóvil de la anciana. La fotografía de la niña los observaba desde el suelo, su vestido amarillo manchado de rojo.

Años después, los residentes del pueblo aún cuentan la historia del cartero que heredó una casa victoriana y pasó sus días enviándose cartas a sí mismo. Las quemaba todas las noches en la chimenea, pero cada mañana aparecía una nueva sobre su mesa de roble: sobres color crema que olían a lavanda y culpa.

En su lecho de muerte, los enfermeros escucharon a Marcos susurrar: "Disculpe el retraso en la entrega". Cuando limpiaron la casa, encontraron el ático tapiado. Tras derribar el muro, solo hallaron un columpio infantil cubierto de polvo... y miles de cartas nunca enviadas, todas dirigidas a una niña que dejó de existir un verano lejano.